David Mayor Orgillés
La ciudad está escrita; configuran sus formas una caligrafía que se extiende en curvas de asfalto y pasos de caminante; hay sintagmas limpios y claros que todos los ciudadanos reconocen en su deambular cotidiano - las estaciones, hospitales, los grandes almacenes, las catedrales ruinosas -, otros sintagmas están fracturados, o directamente ocultos a la inmediatez, pero también se les debe prestar atención, pues esconden soportes de la ciudad, como las notas a pie de página esconden el esqueleto de los textos. Y José Luis Pastor, desde que viajó por primera vez con su pintura al escenario de la ciudad, por las palabras que alumbran debajo, las notas a pie de página, que discretamente, pero con genio, subrayan no sólo la arquitectura, también a la gente. Ambos, arquitectura y ciudadano, inseparables pese a que la primera trate de diluir al segundo, son la representación física, y simbólica, de la ciudad y de su escritura. La lectura cobrará matices según se oriente la mirada, enfatizando el valor de lo arquitectónico sobre la persona o al revés. José Luis Pastor opta en sus cuadros por orientarla hacia el espacio físico, la forma de la ciudad.
En el particular texto que es la ciudad, hay sintagmas que subrayan a la gente y permanecen, con alevosía, inquietantemente fuera de lo reconocible, pese a que se trate de arquitecturas de perfil exuberante. Incluso, diría que subrayan con desprecio: convirtiendo la ciudad en dibujo fantasmagórico, sombra. Es más: sombra de la sombra. Por eso, la ciudad que José Luis Pastor pinta -lee- es silenciosa, fría, ausente de color vivo, irreal de tan real; porque sabe de la virulencia de las palabras de la ciudad con el que vive en ella. Y a éste, víctima de esa agresión, lo representa más que como un hombre, como un fantasma, una ausencia. Los cuadros de José Luis Pastor se preocupan de esas notas a pie de página que ponen en evidencia un territorio que trata de convertir al ciudadano en fantasma, y la mayoría de las veces lo consigue. "No hay color" se titulan varios de sus esmaltes, alegoría de un estado de cosas, de una percepción dislocada pero certera: la ciudad desde un escaparate, recortada desde dentro - la pintó en un cuadro de 1999 - la mirada inversa mientras los coches no se sabe si pasan o están quietos, congelados en el contrasta de sombras, porque sólo hay sombras; o -en uno de sus cuadros más recientes también con ese título- la ciudad se superpone tras una verja (metáfora de la historia), se sigue recortando, todavía, si acaso es posible, hay menos color. Ejemplos que utilizan la falta explícita de color para convocar la deshumanización, el territorio de fantasmas que conlleva la ciudad.
La atención del espectador, que primero mirará los cuadros y luego a la ciudad de la que forma parte, se fija en ese desolado territorio. Territorio que desvela los sintagmas fracturados, o directamente ocultos, de la ciudad, la particular ciudad de José Luis Pastor, que, sin duda, también es la nuestra.
La vocación de este pintor es la de lector. En el libro de la ciudad los párrafos se suceden unos tras otros, superponiéndose como sedimentos, entretejiéndose como los pliegues de la tierra, como el tiempo que transversal forma la historia y deja restos, los restos de la memoria. José Luis Pastor lee la ciudad y toma notas de esos restos. Sus cuadros los enseñan. Cuadros de mirada crítica, que aluden a los perfiles fríos de la ciudad, alejados de la calidez de la mirada que cree en la fidelidad de la verdad aparente. Lo suyo es la lectura de un artificio.
Toda escritura es un artificio, la caligrafía de una invención -la ciudad no lo es menos-, una propuesta que incide profundamente, como ya he apuntado, tanto en el que reconoce los perfiles como en el que no, y ese artificio sostiene su forma, el volumen de la escritura, en los restos de la memoria de los que hablaba anteriormente. Si la lectura tiene la particularidad de formularse a través de la pintura, surgen aspectos que complementan la recepción de la ciudad y que trataré de apuntar en lo que sigue.
De lo escrito hasta ahora se deduce que la ciudad que José Luis Pastor propone como paisaje es un espacio connotado, textual, un lugar concreto, determinante y determinado, que implica el calado de la narración pues remite a su hacerse, la historia, un proceso que viene de un tiempo pasado y se dirige al futuro. Proceso que en cualquier discurso, pertenezca al ámbito que sea, es el que principalmente confiere sentido. Lo característico, y arriesgado, de lo que propone José Luis Pastor estriba en que esta dimensión, la narrativa, la combina con la potencia de la imagen, dadora a su vez de sentido. Un recorrido por su última y penúltima producción -cuando la ciudad se ha convertido en su objetivo único- confirma que sus cuadros tienen el mismo propósito narrativo, pero, el sentido colectivo que se deduce se halla en cada una de las imágenes. Sus cuadros son estampas de la ciudad, representaciones de una censura repentina en el tiempo. José Luis Pastor no hace sino reproducir en sus imágenes el contenido de la propia ciudad -la ciudad física, real, que se contempla empíricamente- pues ésta en su acumulación, en cada uno de sus edificios, tanto los que forman los capítulos como las notas a pie, es, al mismo tiempo, narración, adscripción a una trama, un orden, e instante desordenado, cuyo sentido se encierra en sí mismo.
La ciudad abarca el dilema del espacio y el tiempo. La ciudad al ser escritura es narración, pero está más cerca del ensayo que de una novela convencional, por lo que arranca para sí detalles que se desligan de lo unidireccional y unívoco, y cada uno de sus estratos trata de significarse, además de respecto a lo que le antecede y lo que le sucede, hacia dentro. José Luis Pastor recoge el hacia dentro de la ciudad y le da dimensión histórica. No quiere decir que pinte monumentos que ocupan un lugar exclusivo, dentro de una correlación en torno a un acontecimiento. No se deben a un acontecimiento: el valor histórico se inserta en la propia imagen. Cada uno de sus cuadros se plantea los problemas de la ciudad y de historia, espacio y tiempo, sin tener que pertenecer obligatoriamente a una secuencia para cobrar sentido. Pintura de la ciudad: pintura de la historia. La ciudad que es testimonio presente de la historia, en cada uno de los instantes en que el ojo del que mira se detiene. Detenerse es mirar. José Luis Pastor mira la ciudad: sus cuadros leen la historia. Sus cuadros hacen que nos detengamos.
Cuando hablo de historia, concepto de discutida definición, como una de las bases de la ciudad que pinta José Luis Pastor, ¿exactamente a qué me refiero?
Creo que si hay una brutal imagen de la afilada navaja por la que transita el equilibrio de occidente es la que Walter Benjamin retrató con eficacia metafórica en su celebérrima novena tesis de la filosofía de la historia. Dice así un fragmento de la misma:
"[El Ángelus Novus] Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas."
Benjamin se apoyó en un pequeño cuadro de Paul Klee -"Ángelus Novus", cuadro que le acompañó en su particular deriva como un retrato apócrifo de sus propios gestos- para, con trazos de miniaturista, abordar uno de los mitos que constituyen la esencia de occidente: el progreso (entonces, augurio revelador, hoy, tan cotidiano en el lenguaje que lo asumimos con aterradora complacencia; inevitable y aciago destino). Si traigo a colación la cita de Benjamin, que, pese a estar tan manoseada, no ha perdido un ápice de su desasosegante fulgor ni de eficacia contemporánea, es porque José Luis Pastor, amante de la literatura del berlinés errabundo, tiene a bien continuar esa senda que radica la frontera, la mirada, tajo siempre aparente entre presente y pasado, que significan el progreso y sus deudas. Ésa es la visión que trata de representar: la frontera que acumula ruinas y que nos rodea en el envoltorio de la ciudad, tan llena de señales y anuncios. José Luis Pastor atiende en su pintura a esas señales y a esos anuncios que explican con heladora claridad el sedimento catastrófico que tanto preocupaba a Walter Benjamin y que ha levantado el debate incorregible entre melancólicos e ilusionistas. La ciudad se eleva sobre una sucesión de ruinas, para siempre interminable, porque es parte de su esencia y artificio; ahí está la personalidad de su caligrafía, de su trazo arquitectónico que superpone los estilos con la prepotencia del azar. José Luis Pastor da parte con sus cuadros. Recorre la ciudad con la brújula de la intuición, igual que los flaneurs modernos, transitando lugares comunes en los que su mirada acapara lo que arrastra el tiempo ora con sutileza ora con explícito desagrado, y "donde a nosotros -a los que deambulamos con la vista por el suelo- se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina".
Al respecto, y focalizando el objetivo, me atrevería a decir que "El mundo de las creencias", uno de sus últimos cuadros, es paradigmático. Un cuadro de dimensiones notables, que representa la fachada neoclásica del museo etnográfico de Madrid vestida con los andamios de la rehabilitación. Entre las dos columnas centrales, un cartelón anuncia una exposición: "El mundo de las creencias". Qué mejor resumen de la historia. Toda la simbología que recoge alude a la ciudad y la historia como acumulación de ruinas: dónde más que en los edificios que se llaman de interés histórico; dónde más que en un estilo que hace suyo el carácter positivista de la historia como sucesión de acontecimientos memorables como es el neoclásico. José Luis Pastor aprovecha la escenografía, perfecta en cuanto a la tesis benjaminiana: la historia del arte es una acumulación de ruinas, debida al frenético progreso, y, lo que espero, es el mundo de las creencias, que deslumbra haciéndonos más y más ciegos. José Luis Pastor lo enfatiza con la monocromía de su paleta - todo son grises -. con la ausencia de figuras humanas, salvo un espectral caminante que se ha detenido delante de las escaleras que dan acceso a la oscuridad del edificio, de la historia.
"El mundo de las creencias" también sirve de ejemplo para poner de manifiesto que su lectura de la ciudad, aún siendo alegórica, va más allá. Diría que es una suerte de mezcla entre lo alegórico y lo documental que le da una eficacia crítica importante. No es una arquitectura simbólica, o reconstruida con un propósito intelectual, no, su arquitectura es la arquitectura de nuestras ciudades, más o menos engalanadas, pero las nuestras, las reales: la arquitectura con la que José Luis Pastor se encuentra en su caminar ambulante; las huellas y señales que el tiempo solidifica; las ruinas activas en las que entramos y salimos; la arquitectura que a los ojos del pintor, en su particular pliegue histórico, aparece fantasmal, fría deshumanizada. En suma: nuestra arquitectura, histórica y contemporánea. Y con esa arquitectura recorre, lee, los capítulos y las notas a pie de página de la ciudad, de la historia escrita con hormigón, piedra, yeso, spray que, más que acariciar, ralla. Ralla la piel de la ciudad, ralla nuestros ojos: "Más rabia que nunca" (título emblemático de otro de sus cuadros).
El carácter esencial, nada gratuito, de su preocupación por la ciudad y la historia ha hecho que el paisaje de sus cuadros -los sintagmas de los que hablaba al principio- haya ido variando. Se aprecian nexos continuos que han determinado la iconografía de los cuadros. Pero, si en un principio fijó su atención en el testimonio hostil y funcional de las periferias, los objetos anónimos y sin color, que "empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo", en la ciudad egregia y pomposa, la ciudad que la historia ha levantado para que cuente que siempre hay un poder que contempla y organiza el progreso. Ciudad de museos, palacios, bibliotecas ciudad a la que le falta la rabia, además del color. La pintura de José Luis Pastor, en su última estación, de momento, apunta en esa dirección, confirmando que la ciudad no puede desprenderse de las ruinas, a pesar de que levante andamios y se rehabilite, porque hacerlo sería como desprenderse de su piel. Y eso no es posible, aunque traten de engañarnos.
Comprometida y seria es la perspectiva del pintor, acaso incisiva hasta el límite, más allá sólo quedaría el temblor del desasosiego o lo insostenible. Afilada intención la de su lectura, porque sabe leer las notas a pie de página; cómo estamos subrayados.