Joaquín Pérez Azaústre
Noviembre 2002
Estar a la deriva también es estar dentro. No es disipación, ni es lejanía. No es una pretensión de vaga realidad que se diluye, sino una posición interna y concretada en el que mira, como si todo un cosmos fuera definición al deshacerse, al no reconocerse en un espejo que puede confrontar lo que ves, José Luis Pastor es un pintor que marca su discurso en una observación de lo que acaba, como si nada fuera relevante antes de la terminación, de una cadencia que lleva credenciales de derrota. José Luis Pastor se acoge firmemente a la mirada, a una realidad que es la que vemos, la que podemos tocar, la que conforma un espectro vago de paisajes urbanos, de urbanismo que al final no es paisaje, porque no tiene fin ni se concreta, no se acota. Al acogerse a esa mirada como punto de inacción, José Luís es consciente de que esa realidad no siempre es recta, que viene así a curvarse en la decantación de lo real, que casi nunca es real; partiendo de una percepción, de un mundo apoyado en los sentidos, la pintura de José Luis Pastor quiere doblegar a los sentidos, huir de percepciones que contemplan y, al instante, son las contempladas. Es un proceso inverso: empieza con la captura primera del pintor, que es percepción, y luego esa captura, ese matiz de mundo carcomido en un desuso, se va tornando en sujeto que alienta y que sustenta al cuadro en un vapor. Ya no importa el principio, la imagen bien medida desde el ojo. Ya no importa saber en qué perfil del mundo te has fijado, si lo podemos ver, tocar o asimilar; sólo importa la mirada, esa certidumbre que va favoreciendo a incertidumbres que no descodifican, sino que codifican, y que no desdibujan, sino que dibujan un espectro nuevo, el otro lado. Otro lado abierto y silencioso, casi espectral; en la pintura de José Luís Pastor hay una presencia tangible del silencio, un vacío de nada, una ausencia rota cuando sabes que la ausencia es definición.
Estar a la deriva parece que es distancia. A la deriva es el título genérico de esta exposición, quizá porque coincide con un momento vago en el pintor, que trata de acogerse a un territorio después de descubrir que su pintura quiebra el urbanismo que contemplas en busca de urbanismos que no ves, que terminan siendo un nuevo territorio en José Luis. Ese momento vago es la conciencia de que vamos andando hacia un telón inverso de espejismo, hacia una realidad que se contempla sabiendo que detrás, donde no ves, se esconde un territorio por hacer, que es donde se adentra José Luis. Por eso convenimos que estar a la deriva también es estar dentro: dentro de edificios que se quiebran, dentro del andamio que se erige en una pretensión calcárea y ósea de metales agudos, contrapuestos, como si la ciudad tuviera un esqueleto que la vértebra oscura y decadente.
En la primera parte de la obra de José Luis, "El mundo de las creencias", asistimos a un intelectualismo decadente que va difuminando el mundo y sus creencias. Grandes arquitecturas se muestran sorprendentes de abandono, con un dibujo gris en su tiniebla fría, y el hombre no se fija en la presencia, sino en la ausencia medida de la calle, de los edificios escondidos en una niebla opaca, macilenta. Todo lo que somos, todo lo que creemos puede estar hundido en un pantano que alarga su adelanto y no se hunde, porque está sostenido sobre el suelo; se levanta, igual que se levantan persianas invisibles que tratan de ocultar lo que creemos fijo, insobornable. Todo es sobornable y todo es abandono. Todo es la frecuencia de nombres que ponemos a las cosas sabiendo que no hay nombres y no hay cosas. Todo es territorio henchido en lo tangible, cuando resulta que tú, cuando lo miras, vuelves intangible el territorio, lo desmiembras; lo acorralas, o te acorrala a ti. Hay un conflicto interno en la ciudad, en esa arquitectura sólida que nunca se sorprende a ras de piel, con el hombre que mira y determina que esa realidad es aparente.
La segunda parte, titulada "La edad de oro", tiene la gravedad del elemento que puede gravitar y que gravita más allá del frío en la ciudad, más allá del contorno de una hoja tratando de fijarse al edificio; ahora el edificio estalla en fuego, igual que la ciudad, los aeropuertos, en una vocación por lo terráqueo. El viento y sus agentes, un rojizo mar que va surgiendo de un cielo muy negro que no es cielo. Aquí la oscuridad se contrapone, ya no es presencia vaga, es presencia, de la que va surgiendo la luz en su cifrado hilo de amagos, de pericias, de brotes que cercenan y apuntalan la tarde más oscura que hayas visto. Podemos esperar el fin, la noche que nos salve de este ocaso de lava que nos arde desde lejos tomando un buen gin-tonic en una cafetería desierta de aeropuerto. El cielo quema lejos, la noche está más cerca y el avión no se mueve, se estaciona en una sumisión que evita al fuego. El fuego no se evita, se incorpora. "La edad de oro" quizá pueda salvarnos, con su canto de roca volcánica aplazada, con su resto de sol desmenuzado, con un brillo que escapa de la luz y sabe establecer entre las sombras un nido dorado que es terminación.
"Los paraísos artificiales" es la roca abierta sobre el mar, una presencia breve que se afana en un desprendimiento de todas las presencias anteriores de la obra de José Luis Pastor; un atolón claro, un mar difuso que engulle y que perpetra una ironía nueva, un desencanto que encuentra nuevos símbolos e iconos en una narratividad que nunca es plana, que se enreda, que juega con un código distinto a toda la anterior pintura de Pastor; ahora lo que importa no es una mirada, sino un significado en lo que miras, un juego que acepta ahora intermediarios, respuestas y reacciones. Tanto en "El mundo de las creencias" como en "La edad de oro" hay una imposición del ojo del pintor, una percepción que no es objeto, sino sujeto activo de los cuadros. Ahora, en "Los paraísos artificiales", José Luis acepta otra manera, una forma nueva de mirar, quizá porque él no mira con esa intensidad que empuja antes, sino con la ironía que cercena todo en lo que antes creíste bien fajado. El mismo tono azul, celeste y claro, viene y contrapone la gravedad anterior, de sombras rojas, para crear diálogos burlones; pero es una burla amarga, porque no hay decadencia. Porque la decadencia sí es belleza, y en esta burla amarga sólo se acomoda la ironía desencantada.
En suma, A la deriva. Una definición de lo que acaba, una gravedad que ya no es tanto, una edad de oro que no es oro, unos paraísos que se nombran con demasiada frecuencia cuando sabes, deberías saber, que tantos paraísos que se nombran suelen ser artificiales. No hay creencias que puedan sostenernos si no sabes mirar al otro lado. Estamos A la deriva, que no es un exilio, ni un destierro, y mucho menos una rendición, Quizá porque ahora mismo, más que nunca, estar a la deriva es permanencia.